"Todos huyeron
envueltos en su egoísmo,
y sólo quedamos el
dragón y yo.
Su fuego me invita a
la comprensión,
nace la fortaleza ante
tanta debilidad,
mi corazón se abre y
se abre,
y en mí vivo y
observo,
con una calma
inconmensurable
que me muestra la
flor, la semilla,
el tallo y el color.
Tanto color
por más que queme el
fuego,
el dolor del egoísmo.
El amor brota sin
escondites,
sin recovecos, en la
realidad
de lo que es, pues soy
amor,
y eso ni el dragón ni
ningún humano
lo exterminará".
A lo largo de este último año pocas
veces he podido volver al campo. Me apenó mucho ceder a las burras a un amigo
pero la realidad es la realidad, y ahí no cabe negociación. Y la enfermedad me
impedía atenderlas y compartirnos.
Las añoro. Tantos años juntos,
"hermanados". A mí me gustaba comunicarme con ellas, teníamos
nuestros propios códigos de amor entre ruidos, gruñiditos, gestos y miradas,
nos hablábamos en lealtad. La convivencia a lo largo de casi media vida con la
naturaleza me ayudó a comprender mucho de comunicarse la propia naturaleza con
ella misma, y ella conmigo, entre nosotros.
Los árboles hablan, las flores también,
el cielo, el olor, la luz, la tierra: todo expresa, y entiendo que es la
sensibilidad y sutilidad de la percepción lo que nos permite expresarnos entre
iguales con el corazón en la mano.
Me comunicaba con las tres burras, me
comunico con Prana, el perro, y con el bosque que ahora se reparte alrededor de
la casa donde viví tantos años. Antes sólo había piedra. y con mis manos regué
mi alma, todos juntos; allí la tierra y el cielo, el sol se expresaban sin
mentiras, a pecho desnudo.
Acabó un ciclo, ahora vivo otro. No me
pierdo en la añoranza, y a mi corazón traigo la sinceridad de mi expresión de
lo que soy, su transparencia. Mi yoga nació ahí, mi viaje nació y se expandió
desde Beas, desde un rincón de la campiña de Huelva. Suena raro, pero el mundo
humano jamás me ha enseñado tanto, ni unos valores tan íntimos, honestos y
reales como todos esos años rodeado de animales, viviendo como un salvaje, y
sólo bajando a Huelva a las clases de yoga, a que se conociera el yoga en
Huelva.
Fui, entonces, el otro día al campo, tanto tiempo
sin ir.
Me asombraron las flores, los colores,
todo lleno, cada rincón. Asilvestrado en su propia creatividad, y sin las
burras pastando, me costó hasta llegar al núcleo, a la casa, por la altura de
las hierbas y las flores.
El canto de los pájaros era tan hermoso,
tan progresivo, tan libre. De todas las direcciones surgían cantos. Me sentí
inmensamente afortunado. En el silencio de lo que me hace feliz, ahí oyéndome
en dicha y oyendo el campo, sintiendo reconocerme en aquello que soy, de la
tierra de donde vengo, y a donde iré.
Llevo algunos meses trabajando internamente
el ir deshaciendo lo que considero densidades dentro de mí. La casa de campo
acumula vidas, y en cada visita voy dejándola más ligera, vaciándola, y
regalando parte de aquello que ha ido apareciendo en lo que considero mis
muchas vidas.
Tras pasar unas horas con la
transformación interna de la casa hacia una vibración más ligera, salí al
barroquismo de la creatividad natural, y fui andando entre las hierbas, flores
y árboles.
Un zumbido de fondo me iba calando entre
tanta tonalidad verde, blanca, amarilla, lila de las flores. Presté una mayor
atención: entre las flores danzaban las abejas de una flor a otra, bailando la
vida.
Volví a sentirme inmensamente dichoso,
mucho, pues las abejas están desapareciendo, no somos conscientes, pero es así,
y ahora, su danza, su música componían algo único.
Me imbuí en el zumbido de fondo, era un
zumbido que expresaba vida, alegría, amor y valentía de ser y cantar.
Ahora, en este momento, el bello zumbido
de las abejas vive en mi corazón como expresión dulce de lo que soy en comunión
conmigo, y de la alegría de las abejas, de la mirada límpida del Prana, de la
lealtad salvaje de las burras, de los colores de la tierra, del canto de las
aves, del silencio de ser Carlos sin más, pues nada me hace falta. Agradecido,
no quiero nada, tampoco lo busco. Todo está. Todo en su belleza es.
Ayer tarde volví con mi hija Alba al
campo para que oyera el zumbido de las abejas, el zumbido que nos acompaña, y
ella en su inocencia comprende, y su comprensión me colma.