"Mira en tu interior, y en un instante conquistarás la apariencia y el vacío"
Seng-ts´an
En invierno vamos hacia el mar, cerca de casa, para recorrer de un modo pausado la playa desierta. Alba y yo andamos despacio. Nuestros pasos acarician la arena. Las olas impetuosas y agitadas, propias de la estación, junto con el viento, nos acompañan. Es maravilloso ver que trae el mar. Él decide y de acuerdo a su agitación de la noche anterior, trae diferentes restos.
Hay veces que trae troncos gigantescos desde las profundidades del océano, me doy cuenta entonces, que estuvo furioso, y sus aguas levantaban las moles como si fueran cerillas. Curiosamente junto al tronco de veinte o más metros, yace una tubería inmensa, mi cuerpo cabe dentro, una tubería de las miles que yacen en los fondos marinos entre los continentes.
Otras veces cuando se encuentra más apaciguado el mar, son miles las cañas y raíces que bañan la arena. La cañas tienen todas las longitudes, inmensas y largas, medianas, muy cortas: es como si hubieran cañaverales encima del agua y todas ellas hubieran acabado ahí tras la tormenta. Recojo una caña que uso de bastón, y me imagino que ha venido desde Essahuira, desde un huerto de color azul y rosa cercano al mar, y ella me saluda y me ayuda andar.
La madera de las raíces, de la multitud de raíces con mil y un formas geométricas, se encuentran lisas y tremendamente suaves al acariciarlas, pues el agua ha transformado su textura durante meses y años. La madera es dura pero su piel es tierna. Me sorprende su resistencia a la podredumbre, pues parecen esculturas vivas bañadas por el sol de Huelva, indestructibles al paso del tiempo.
Un sol tenue y suave que nos calienta un poco frente al frío mar de invierno.
Es entonces que elegimos un lugar, un sitio donde asentarnos.
Vamos dando paseos alrededor del lugar elegido, y vamos recogiendo lentamente lo que nos ofrece el mar, generando figuras y formas con los restos de madera, los palos, con las conchas, las piedras, las cañas, las plumas, todo nos vale. Y en esa playa vacía donde no hay nadie, un padre y una hija en comunión, en una sinergia ancestral, libres de elegir pero unidos al ir dando formas de acuerdo al instinto íntimo vamos concibiendo como si los dioses nos acompañaran con su soplo divino.
Pasan las horas. ¿qué horas? ¿qué es eso cuando uno se encuentra inmerso en la eternidad?
Acabada la ofrenda a la vida, a la creación, nos sentamos a sentir el viento, agradecidos.
Y volvemos andando: la hija, el padre, la arena, el mar, el viento, el sol, la ofrenda. Andamos todos de la mano.
Mientras, vamos recogiendo cuerdas que trae el bello mar.
En casa y a lo largo de las semanas, voy desenredando las bolas de sogas, cordones, cordeles, sin prisa, disfrutando de ir quitando nudos y las diferentes situaciones inverosímiles que ha creado el mar con las cuerdas en su periplo por los mares del mundo.
Por cierto,
cuando llegamos a la casa este invierno, nos encontramos en el patio dos ramas secas añejas de vid.
El amor riega, y regadas con amor, un día apareció un tallo muy pequeñito, y con el paso de las semanas hojitas, y de las ramitas que antes eran tallos empezaron a salir hilos con puntas a modo de garfio.
Fue entonces cuando empezamos atar las cuerdas desenredadas del mar desde lo alto de la parra.
En el campo, cuando doy de comer al burro y a las ovejas, su comida se encuentra atada por unos cordeles azules y negros en rectángulos inmensos que son las balas de paja.
Pues a la red, a la telaraña que estábamos tejiendo hacia el cielo sume las cuerdas que recorren continentes, las cuerdas del burro y la oveja.
Y ella, la parra va andando colocando un hilo a modo de anzuelo en un cordel, y otro día en otro.
Cada día al amanecer, y al atardecer salgo al patio, y me quedo observando por donde quiere ir mi amiga la parra, y ella me dice por aquí, por allá, y así voy cosiendo, soy una araña que observa y ata pequeños nudos sujetando la semilla de la belleza. La ayudo a crecer a la parra pero ella me señala por donde quiere andar.
Cuando la luz se esconde en el patio andaluz, Alba mi amor, mi mira. María, mi amor me mira. Copito el conejo también mira. Y así vivimos, donde cada día una parra nos muestra el milagro del vivir.
Un día ella, mi amiga la parra me hablo, me asome y dos racimos hermosos de uvas colgaban escondidos entre las hojas.
La ayudo, ella me agradece. Le dedico mi espacio en calma, me ofrece su crecer en paz.
Nos comprendemos.
Mi vida es eso, un tejer donde las alegrías, las dichas, las tristezas, los dolores, los colores de la existencia, la luz, la oscuridad... y cada cuerda, cada momento, se une al otro dando un sentido profundo al acto de vivir. Donde cada persona con la cual he respirado y con la que no, me ayuda, aquí, en este rincón de Huelva a seguir tejiendo una red de vida para que nos dé sombra los días que hay un sol abrasador.
Bassekou Kouyate&Ngoniba- "Jamako"
Artículo escrito por Carlos Serratacó
Huelva, 23 de Junio, 2025