Paciencia y abandono en yoga
Muchas veces ando por
Huelva con Alba, paseamos por un parque cogidos de la mano.
-Vamos a parar -le
digo, y los dos nos detenemos-. Ahora escucha, dime: ¿dónde oyes el pajarillo
que se ha parado a cantar?
Alba señala a un
árbol a su derecha.
-Papá, canta ahí.
Seguimos andando por
el parque, hay un murmullo permanente de pajarillos que vuelan alborozados, el
cielo está azul, y nuestras pisadas sobre la hierba van acompasadas a pesar de
que Alba solo tiene cuatro años.
-Para de nuevo. Escucha:
unas crías de pajaritos- le digo-. Escucha, pían sin parar.
Alba mira en todas
las direcciones. El parque se encuentra lleno de árboles frondosos de hojas de
un verde refulgente.
-Venga, vamos despacio
-y andamos sigilosos, atentos, despiertos, pacientes-. ¿Oyes un pío pío pío
seguido, que no para? Esos son los bebés de los pajarillos.
-Papito, sí lo oigo -me
dice, y juntos de la mano, nuestros pies pacíficos pisan la tierra en busca del
misterio. Nos detenemos debajo de un árbol, hemos recorrido un buen trecho en
una lentitud sigilosa y gatuna, erguidos y vivos.
-Mira, Alba, su
papito y su mamita se van turnando para darles de comer, mira cómo no paran de
volar. ¿Sabes hija? Cuando las aves se aman, no se separan y son símbolo de
amor desde hace muchos, muchos años.
Y Alba aprende, y yo
también.
Un mundo de prisas, una realidad devoradora de tiempo, unas
expectativas inmediatas. Todo comulga para vivir la impaciencia de vivir. En
yoga aprendemos del silencio, pues en el silencio se oye el latir de la vida.
En yoga aprendemos la calma, que nos ayuda a vernos y a ver, a sentir y ser
sentidos.
Del silencio y la calma podemos cultivar la paciencia,
sobre todo cuando reina la impaciencia. La paciencia supone un aprendizaje
continuo del acto de vivir pues sin ella no vivimos en nosotros en plenitud.
A mí me sorprende mucho del mundo en que vivimos donde
habitualmente la vida tiene que ser rápida. Reflexionándolo a bote pronto,
resulta que tiene que ser rápida para pasar a otra cosa de un modo raudo.
Estoy en cualquier cola del banco, de la tienda, de donde
sea y me irrito si no avanza, y mientras tanto miro con mirada fija a quien
atiende, presionando. Si voy en el coche y el coche que se encuentra delante va
lento, le pito y le insulto pegando mi coche al suyo para que se aparte. Si
alguien desea profundizar en algún curso de yoga, me preguntan ¡si doy algún
curso para ser profesor en una semana! Si caigo enfermo, no acepto la situación
y solo quiero volver al lugar donde estaba, que era cuando no estaba enfermo.
Si quiero tenerte entre mis brazos y no te tengo, me frustro ante la
expectativa no cumplida. En casa, el microondas me ahorra tiempo. El ordenador
tiene que descargar rápido. Las vacaciones tienen que llegar ya, y cuando
llegan, a ver si se acaban que no sé qué hacer. Si escucho a alguien en un diálogo,
corto el diálogo para mostrar mi gran postura en el tema tratado. Las fotos,
los chats instantáneos en el móvil me permiten permutar en varios roles a la
vez donde rápidamente adopto varios personajes. Y a ser posible que este artículo
sea corto para leer que no tengo tiempo.
A mí me gusta la paciencia, y trato de mirar mi impaciencia
para profundizar en los pilares de lo que soy. Me dejo hacer, me dejo vivir,
intuyo que la vida se encuentra llena de señales y que mi impaciencia, al
reconocerla educa mi paciencia, y educada esta -unas veces con más éxito, otras
veces con menos, pero habitualmente con el eje colocado para escucharme-,
aprendo y crezco. No es nada fácil, pero bueno, me digo, lo importante es que
reconozca que me encuentro impaciente. Luego me hago preguntas breves y sin
proyección, sin bucles, por ejemplo, qué deseo, anhelo, resistencia, emoción...
logran que me impaciente. Entonces le doy nombre, y en ese lapso, el del poner
nombre, ya me he detenido. Al hacer solo eso, ya me he reajustado. Y a partir
de ahí lo trabajo en mi paciencia lo mejor que puedo.
Ya reconozco en los lugares donde la paciencia ya se ha
asentado, por ejemplo, en las colas; realmente las disfruto, si son muy largas,
saco un libro y, si no, solo observo, y cuando llego a las persona que me
atiende le doy los buenos días o buenas tardes o buenas noches y soy amable,
pues debe ser terrible soportar la impaciencia durante ocho horas todos los
días de personas y personas que atender. Al mostrarme amoroso reconozco su
labor, quito el automatismo al acto, y convierto la relación en una relación
mucho más humana y enriquecedora para ambos, y ahí fortalezco uno de los
pilares de la paciencia, del amor a mí mismo, del amor al otro, del amor a la
tierra que nos acoge. Creo que la vida en sí es paciente, y la tierra, y los
planetas y el universo, pues para crear algo tan hermoso como lo que somos con
toda la vida que nos habita, con la tierra, un diminuto insecto, un ave libre y
hermosa, un sol que calienta y todo aquello que late en nosotros y nos rodea y
vive, tienen que haber pasado muchos millones de años de paciencia.
Si conduzco, me encanta el carril de los lentos, y no añoro
la meta. Si el ordenador no va rápido, lo apago, ya decidirá qué hacer cuando
le apetezca cuando lo encienda. Si añoro tu abrazo, mi paciencia me colmará.
Para el comer, compro poco, cocino poco, como poco, y lo hago con deleite. Y
así, despacio, voy aprendiendo andando a ser paciente. Es importante sentirse
ligero para ser paciente, pues la impaciencia pesa, y nos carga; en realidad
son pompas de jabón, pues no tienen soporte firme a donde asirse.
Hay situaciones mucho más complicadas donde la impaciencia
surge de una resistencia, por ejemplo, "me resisto a aceptar que la enfermedad me ha robado la vida". Ahí
el trabajo de yoga ha convertido la frase en: "la enfermedad y el dolor me muestran lo mejor de mí y son oportunidades".
Es decir, ante una dificultad mayor, la paciencia ha de estar acompañada de
dosis de claridad, de calma, de lucidez, de saber ajustar qué quiere enseñarte
la vida para ser mejor ser humano, y agradecer y agradecer a la vida, a las
personas que te quieren, pues si hay calma y paciencia, día a día, todo va
cambiando y uno va encontrando respuestas.
En yoga explico muchas veces el abandono. En la foto de
arriba las alumnas realizan un uttanasana con plena conciencia de abandono y
nos lo enseñan de un modo muy bello y profundo, es decir, vivo con el corazón y
caigo hacia ti, tierra mía. Aparto la expectativa, suelto aquello que pesa, que
me carga, y me dejo llevar. Y caigo, pero lo hago con la humildad de verme
ligero, y ahí, la gravedad me lleva hacia la comprensión y me trae respuestas,
pues no hay lucha, no hay demostración, solo es un trapo al viento de la vida,
para buscar luego la vertical reconstruido en mí mismo, como si una mariposa
naciera de una larva en ese crecer hacia la postura de tadasana, de pie, una
mariposa de colores vivos para ver a la mujer y al hombre nuevo que han tenido
la valentía de tener paciencia en abandonarse y vivir en corazón.
La paciencia es hermana de la tolerancia, reconociéndome me
tolero en lo que soy y aprendo a amarme pacientemente, y así, aprendo que todo
se hermana conmigo y aprendo a amar todo lo que me rodea, y aprendo a ser
tolerante con mis semejantes y con la hormiga, pues, si mirara muy
profundamente, me daría cuenta que todos estamos en lo mismo, somos lo mismo,
nacemos de lo mismo y morimos en lo mismo.
Ali Farka Touré & Toumani Diabaté-"Debe live at Bozar" y "Sabu Yerkoy"
Artículo escrito por Carlos Serratacó
Escuela de Yoga y Conciencia
Huelva, Mayo 2017
Escuela de Yoga y Conciencia
Huelva, Mayo 2017
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